El Chato Matta llegó al restaurante por un sabroso cordero al palo bañadito en cerveza, papitas horneadas y ensalada de tomate, pepino y lechuga. Para calmar la sed, se pidió una jarrita de agua de cebada con linaza. “María, la semana pasada te estuve contando mi alucinante historia con la flaquita Débora. A ella la conocí cuando entró a practicar al ministerio y tenía veintidós añitos.
Todos estaban como ‘lobos’ y la veían como a la ‘caperucita’, sobre todo el jefe de personal, el gordo Carlos. Lo increíble es que han pasado los años y, una tarde, estaba con mi viejita mirando tele y la vi en el noticiero. Ahora es la esposa de un empresario que será candidato a la presidencia y utiliza el carisma de su bella pareja, joven y bonita, saliendo a repartir víveres en los asentamientos humanos.
Estaba más rellenita, porque a los veinte años tenía un cuerpo de modelo. Recuerdo que el gordo Carlos se obsesionó. Una vez lloró en un local barranquino: ‘Débora, sin ti no soy nada. Te amo, dame una respuesta ahora’. El jefe estaba borracho, pero tampoco era excusa. La flaca lo puso en su sitio: ‘Pero Carlos, tú eres casado y con hijos chicos’. ‘No me importa nada, lo dejo todo por ti’, repetía el gilazo. Ella dijo que se iba al baño, pero me hizo una seña y nos fuimos al ‘Burrito’ y luego a demoler un hotelito de Lince.
El gordo se vengó y me mandó a trabajar en el turno de despacho de amanecida. ‘Chato, en el ministerio ya se están pasando de asquerosos, hasta el conserje me viene con insinuaciones, es que parece que alguien nos vio entrar al hotel’. ‘No te preocupes, ahora nos vamos a La Posada que me recomendó mi amigo Pancholón’, le dije.
‘Chato -me contó Débora fumando un cigarro una noche después de hacer el amor-, el gordo Carlos está loco. Dice que está dispuesto a irse a vivir conmigo a un depa que tiene en Miraflores frente al mar’. Nosotros la pasábamos de lo mejor. Pero me fui enamorando de ella y no reaccioné hasta que me escribió una carta de despedida. Se cansó de todo. ‘Chato, fuimos felices en nuestro nidito de amor, pero de eso no voy a vivir. Tengo que pensar en mi futuro. Adiós para siempre...’.
Esa misma noche derramé unas lágrimas de varón y me fui a buscar a Pancholón. Antes tuvimos un último encuentro. Mientras me pasaba las uñas por la espalda, me cantaba al oído su canción preferida del gran Lalo Rodríguez: ‘Ay, ven, devórame otra vez. Ven, devórame otra vez, que la boca me sabe a tu cuerpo, desesperan mis ganas por tiiii’.
Se convirtió en mi amante y los dos primeros meses todo fue felicidad. Me dejaba tan cansado que a casa solo llegaba a dormir. ‘Chato -me decía Pancholón-, salud, mi hermano. No seas malo, vamos a conocer unos pantaloncitos nuevos y en unas semanas ni te acordarás de Débora. Esa mujer estaba en otra. Busca un gil con fichas, lo que pasa es que ese gordo del ministerio estaba bien chancado. Salud por ellas, van a venir más, la vida es una sola y somos lo que somos, la noche es corta y nos vamos pa La Habana’...
Es verdad, ahora que ha pasado el tiempo, la veo en televisión como una más que pasó por mi vida y recuerdo que en ese momento hasta lloré por ella. Las cosas de la vida”. Ese Chato también tiene sus historias. Me voy, cuídense.