Geraldine también se subió al carro del Chato Matta
Geraldine también se subió al carro del Chato Matta

Mi amigo, el Chato Matta, pasó por el restaurante para llevarse un chanchito a la caja china bien crocante, bañado en cerveza, papitas doradas y ajicito molido. Para calmar la sed, una jarrita de chicha morada al tiempo. “María, estoy convencido de que la pandemia está loqueando a mucha gente. El ‘Face’ se ha convertido en una ‘válvula de escape’ para algunos hombres y mujeres que recuerdan viejos romances, amores prohibidos, y a escondidas se van a la computadora a chatear con relaciones del pasado.

Como me pasó con Geraldine. ‘Chato, qué monse eres, una te tiene que estar buscando, debes estar más en las redes, no seas palta… Seguro ya te debes haber enterado que mi marido partió al ‘más allá’. Estaba metido con gente peligrosa y pagó caro. Soy una ‘viuda alegre’, Chato’.

Recordé cuando fuimos enamorados y vivíamos la vida loca. La conocí una tarde que estaba manejando por la plaza San Martín en el centro. Una chica con cara de muñeca me pidió que la jale. Vestía blue jeans con huecos, botas de militar y casaca verde, pero dejaba ver en ese body un abdomen bellísimo.

Olía a ron barato y me dijo que la llevara a Carabayllo. Me agarró en mi cuarto de hora, pues a esa hora no voy tan lejos. Se sentó adelante y encima se quedó dormida. ‘Chica, despierta’, le decía y comenzaba a sermonearla como si fuera mi hija. Cuando estábamos llegando, abrió sus ojazos color café y me dijo con voz modulada: ‘Por favor, es en esa esquina, en la casa verde’.

Era otra. ¡Estaba sanita! ¿Cómo se le había pasado la borrachera? Ella me lo aclaró. ‘Gracias, amigo, eres legal, muchos se han querido sobrepasar conmigo y por mañosos acabaron en el hospital, porque soy campeona de muay thai’. Y me dio un rico chape. Suavecito. Se despidió dejándome una tarjeta que decía ‘Geraldine, poeta, campeona de muay thai, estudiante de filosofía, distribuidora de arroz con leche, mazamorra morada y cantante’.

Toda la semana miraba la tarjeta y no me atrevía a llamarla. Un día me tomé dos copitas de pisco y la llamé: ‘Soy el que te recogió en el centro’. ‘Ven a recogerme a la discoteca Pink Flamingo’, exclamó emocionada. Era un lugar alucinante. Me recibió con una minifalda y en tacos, bellísima.

‘Bienvenidos a la casa del placer’, se leía en las luces de neón. Era una disco donde en el intermedio se recitaba poesía, se cantaba música de todos los géneros. Geraldine no se cansaba de besarme. ‘De ahora en adelante eres mío’, me puso en claro. Desde esa fecha vivimos una relación alucinante. Me hacía leer poesía de Blanca Varela y Martín Adán.

Nos amábamos en playas desiertas. A veces se ponía melancólica. ‘No me ames tanto, solo compréndeme un poco más’, me increpaba cuando le hacía la bronca porque a veces se desaparecía una o dos semanas. Una vez me quedé dormido en el hotel y ella ya se había ido. Encontré otra vez un mensaje en el gran espejo, escrito con lápiz labial: ‘No te enamores de mí, porque así como hoy, yo algún día me iré para siempre’.

Igual volví a verla, aunque ya no era la misma. Se desapareció un mes y tuve que llamar a su casa. Su tía me dijo con voz severa: ‘Señor, ya no pregunte más por Geraldine, ella es casada y su marido se la ha llevado lejos’. Ahora aparece nuevamente en mi vida, como una ‘viuda alegre’, y me propone un reencuentro. María, estoy en una gran encrucijada”. Pucha, ese Chato también tiene sus historias, pero se puede meter en líos como el cochino y sinvergüenza de Pancholón. Me voy, cuídense.


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