El Chato Matta llegó al restaurante por un estofadito de pollo con presa grande, arroz blanco bien graneadito, papita amarilla y rocotito molido. Para calmar la sed pidió una jarra de maracuyá al tiempo. “María, el viernes me timbró el gran Pancholón. ‘Chatito -me dijo- baja urgente al búnker.
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Tengo un Cartavio X0 solo para nosotros, somos los que somos, la vida es una sola’. Cuando llegué, el gordito estaba, como nunca, sin sus ‘venequitas’. Lo noté melancólico. Se puso a recordar cuando se casó con la mamá de su hijo y después lo botaron de la casa por infiel.
‘Tranquilo, Pancho’, le dije. ‘No hay un hombre que no haya perdido una batalla en el amor, pues hasta el gran emperador francés Napoleón Bonaparte perdió todo en la batalla de Waterloo’. Y me hizo soltar la lengua. ‘Después que me separé de mi señora, viví la vida loca. Compraba mis colonias Ralph Lauren y Paco Rabanne en Saga, y andaba con polos Lacoste.
Bajaba a discotecas fichas como ‘The Piano’ y ‘Bizarro’ de Miraflores. Allí conocí a Marcy, una bella y loca morocha. Pero, sobre todo, inteligente. Vivía por Barranco y se vestía bien. Había estudiado en un buen colegio gracias a una tía, que murió justo cuando la iba a matricular a la Católica.
Resignada, tuvo que trabajar de anfitriona en un restaurante de parrillas, de donde yo la recogía a las dos de la madrugada, malhumorada porque todos los viejos mañosos se le mandaban. No sé por qué le gusté, sentí que me quería de verdad y me enamoré. Fue ella la que pulverizó el recuerdo de mi esposa.
Una vez en el hotelito, me dijo: ‘Cásate conmigo por iglesia, así mis padres no se opondrán a que viva contigo’. Yo estaba dispuesto a todo, pero lo que nunca supe es que ella sufría una especie de trastorno de la personalidad. Así como me pidió casarnos, también podía ser fría, siniestra y calculadora.
Se desapareció como tres meses sin decirme nada. A las semanas recibí el llamado de mi amigo ‘Tavito’, que me sacó la venda de los ojos: ‘Chato, Marcy se bota con un tío más feo que Felpudini, pero que pone whisky etiqueta azul para ella y sus amigos y amigas’. Después de semanas la logré ubicar.
La arrinconé frente a la universidad que le pagaba el viejo, al que le pusimos ‘Felpu’. Ella me dijo asustada: ‘Chato, vamos a un barcito, te invito unas cervezas’. Allí me habló claro, con sus ojos llorosos clavados en los míos. ‘Chatito, te mentiría si te digo que no me enamoré de ti, pero estoy cansada de vivir en la miseria y contigo no sería feliz. Pelearíamos a cada rato.
El viejo está loco por mí, ha dejado a su familia y me compra todo lo que le pido. Le voy a sacar una camioneta del año y mi título universitario. Me dará todo, hasta un depa. Chato, no me juzgues. Si quieres, y te lo prometo, nos vamos a seguir viendo y hacer el amor en La Posada...’. La mandé al diablo y en el camino derramé lágrimas de varón.
Golpeó mi orgullo. Ese día te llamé, Pancho. ‘Chato -me aconsejó el gordito-, mejor que esa Marcy te haya dejado, no era para ti. No seas malo, es más falsa que un dólar colombiano. Te voy a presentar un pantaloncito para que te olvides en una’.
Nos metimos tremenda bomba y cuando desperté de la resaca, ya me había olvidado de que había amado a una tal Marcy”. Pucha, ese chatito también tiene sus historias, pero no es como el cochino y sinvergüenza de Pancholón. Me voy, cuídense.