Yukio Mishima. (Foto: AFP)
Yukio Mishima. (Foto: AFP)

Este Búho escuchó por primera vez el nombre del legendario escritor japonés Yukio Mishima oyendo una canción de uno de los mejores grupos de la movida española de los ochentas: La Mode, que en su canción ‘Mi dulce geisha’, mencionaba al novelista.

El autor de la célebre novela ‘Confesiones de una máscara’ (1949) se había convertido en objeto de culto en occidente y hasta la gran Marguerite Yourcenar había escrito un ensayo, ‘Mishima y la visión del vacío’ (1980) sobre su compleja biografía y personalidad, y el cineasta nortemericano Paul Schrader filmó la película ‘Mishima: Una vida en cuatro capítulos’ (1985) que fue censurada en Japón.

Las autoridades niponas, a pesar de que habían pasado quince años de su escandaloso suicidio, seguían con el trauma que significó que el artista más reconocido del país, con vincha de samurái, asalte un cuartel militar y pretenda dar un ‘golpe de Estado’ en protesta por la ‘occidentalización’ de su país, pues ‘trajo corrupción y vergüenza’, y que se restituya en el poder al emperador y vuelvan las tradiciones ancestrales de la época de los samuráis.

Aquella mañana de noviembre de 1970, el escritor de 45 años metió en un sobre manila su última novela, ‘La corrupción de un ángel’, que completaba su tetralogía ‘El mar de la fertilidad’, y la envió a su editor. Y se fue con cuatro integrantes de su ejército privado de extrema derecha, compuesto por 300 musculosos milicianos llamados ‘La sociedad del escudo’, a tomar el regimiento de Autodefensa del Japón, en el centro de Tokio.

Puso una daga en el cuello al general a cargo, le ordenó que hiciera formar a toda la tropa y lo amordazó. Entonces, frente a cámaras empezó a leer las hojas de su discurso, donde arengaba a los soldados a seguirlo en la insurrección contra las desgracias que traía ‘la modernización’.

Pero fue abucheado y objeto de burlas homofóbicas por los uniformados. Exasperado, lanzó los papeles al aire e ingresó a la oficina. ‘Estoy agotado’, musitó. Se sentó, sacó un cuchillo afilado y se abrió el vientre, en un suicidio ritual llamado ‘seppuku’ (harakiri) en el código samurái, para morir con honor.

Fue el primer ‘harakiri’ después de la Segunda Guerra Mundial. Su lugarteniente principal, Morita, de quien se dijo era su amante, terminó la ‘ceremonia’, decapitándolo y después suicidándose, pero se puso nervioso y logró hacerlo después de tres intentos, transformando un honorífico final en una macabra y sangrienta escena de matadero.

Su nombre real era Kimitake Hiraoka (Tokio 1925-1970), fue hijo de un alto funcionario del Ministerio de Pesquería que simpatizaba con el nazismo, pero fue su abuela Natsu, distinguida, violenta y enferma de los nervios, la que influiría en su idealización del Japón feudal.

Ella era descendiente de la noble familia Tokugawa que gobernara el país siglos atrás y quien arrebató al nieto de sus padres y se encargó de su educación. Su madre lo rescató cuando tenía doce años. Por ser delicado de salud, la abuela no lo dejaba jugar con otros niños y, más bien, jugaba con sus primas.

Se refugió en la lectura, en los mitos, en una idealización de la historia de su patria. Además tenía una irreprimible atracción por los cuerpos del mismo sexo, la belleza y la muerte.

En ‘Confesiones de una máscara’, en gran parte autobiográfica, escrita en primera persona, su personaje Koo-Chan refleja con una prosa magistral y descarnada, rompiendo tabúes, esa etapa crucial de su vida. Y luego su adolescencia en una Tokio bombardeada por los B-29 norteamericanos y posteriormente la hecatombe nuclear.

Su libro, escrito en una ciudad en escombros tras la derrota, colocó a Mishima a la cabeza de la ‘generación de la post guerra’ y ‘Confesiones...’ fue considerada el punto de partida de la novela moderna japonesa. Gracias a ella pudo vivir de la literatura. Se casó, tuvo dos hijos y escribió relatos, novelas, obras de teatro, fue actor, director de cine y hasta formó una compañía de ballet.

Cuando le preguntaban su secreto para escribir tan prolíficamente, respondía: ‘Línea sigue a otra línea y luego otra línea más’. Sus obras completas, en japonés, ocupan 36 volúmenes escritos en 21 años. Fue considerado hasta en tres oportunidades en la terna para recibir el Premio Nobel de Literatura.

En 1968 lo creían, con todo merecimento, ‘fijo’ al premio, pero se lo concedieron a otro escritor japonés: Yasunari Kawabata. Las malas lenguas sostuvieron que los ‘progres’ de la Academiia Sueca lo ‘castigaron’ por sus posiciones políticas extremas. Hoy pocos recuerdan a Kawabata y continúan los homenajes a Yukio conmemorando este mes un aniversario más de su nacimiento. Apago el televisor.



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