En el mar, la vida es más sabrosa (Foto: Jesús Saucedo / Archivo)
En el mar, la vida es más sabrosa (Foto: Jesús Saucedo / Archivo)

Este Búho de la única manera en que se puede disfrutar: en la playa, con una raspadilla con jarabe de fruta natural y un cebichito de mero. Es una bendición tener el mar cerca. Por eso, los lunes enciendo mi carrito y me voy al sur chico. Es un día perfecto: nada de tráfico y poquísima gente.

Me echo bloqueador de alta protección y recorro la Panamericana Sur bajo el sol intenso. Pongo en mi Spotify ese bolero del gran Héctor Lavoe y los parlantes revientan: “No me preguntes qué me pasa/ Tal vez yo mismo no lo sé/ Préstame unas horas de tu vida/ Si esta noche está perdida/ Encontrémonos los dos”.

Punta Hermosa, El Silencio, San Bartolo, Embajadores, son mis puntos fijos. A estas aguas he regresado siempre, desde mi niñez, cuando mis abuelos me traían en su ‘vochito’ rojo y llevábamos flotadores en la parrilla. He visto con mis ojazos cómo esas pampas fueron transformándose hasta convertirse en balnearios lujosos, con condominios privados y edificios que tienen piscinas en las terrazas, con supermercados, restaurantes gourmet y bares con tragos exóticos.

Discotecas exclusivas y gimnasios con tecnología de punta. Son las exigencias de los modernos veraneantes. Yo soy simple. Planto mi sombrilla, extiendo mi toalla y mientras las olas van y vienen puedo ir tomando una latita de cerveza helada.

Voy observando a los jovencitos lanzarse a la mar o a viejos pescadores zarpar con sus lanchas en busca de lenguados, chitas y cabrillas. O a niños construir castillos de arena. Abro el diario, una revista u ojeo un libro pendiente. O navego en mis recuerdos y refloto historias que alguna vez me contaron o que yo mismo viví.

El poeta Martín Adán decía: “si quieres saber de mi vida, vete a mirar el mar”. La Sonora Matancera cantaba: “En el mar, la vida es más sabrosa. En el mar, te quiero mucho más”. Y los viejos siempre hacemos esa broma pícara para salir del paso: “viejo es el mar y todavía se mueve”.

El cuentista Julio Ramón Ribeyro se hacía a la mar al atardecer, cuando la playa de Barranco estaba despejada de visitantes, pues se avergonzaba de su cuerpo escuálido y de las cicatrices por las operaciones del cáncer. Aquella rutina le inspiró un cuento, su último cuento, ‘Surf’.

El enorme Ernest Hemingway era un pescador de polendas que viajaba por el mundo en busca de merlín y en esa aventura llegó hasta Perú. Cuajado en ese oficio, escribió ‘El viejo y el mar’. En la película india ‘La vida de Pi’, tras una tormenta, Richard Parker y un tigre de Bengala naufragan durante meses y aprenden a convivir en altamar. Esa es la metáfora hermosa de cómo uno mismo es capaz de dominar a sus demonios.

Los vikingos despedían a sus guerreros en barcos fúnebres y a la distancia lanzaban flechas con fuego para que las cenizas se esparcieran en el mar. Alguna vez, en esos veranos de mi infancia, cuando el ‘vochito’ del abuelo relucía bajo el sol y no era esa chatarra enterrada en polvo que es hoy, tuve una de las experiencias más lindas de mi vida.

Estábamos en un cerrito sobre la playa de San Bartolo. Entonces no había esas casas lujosas que hoy cercan el mar ni esas antenas gigantescas conectadas con cables que rompen el paisaje. Ya atardecía.

Con mi abuela nos sentamos sobre unas piedras. “Guarda silencio y solo observa”, me dijo. Entonces vimos el sol caer sobre el mar como una inmensa bola de fuego y las aguas reflejaban esos colores naranjas que enceguecían. Ella me abrazó y yo recuerdo hasta hoy esa suave presión de sus brazos contra mi hombro. La costa de Lima, para mí, siempre serán esos hermosos recuerdos. Apago el televisor.

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