El Búho amante del mar. (Fuente: iStock)
El Búho amante del mar. (Fuente: iStock)

Este Búho siempre busca el mar. Hace una semana llegó una amiga de Estados Unidos, con quien viví los años maravillosos, y a un paseo por las Islas Palomino. En un catamarán bonito, con refrigerio y cervecitas a bordo. No estuvo tan barato, pero valió la pena. Pero no siempre pude llegar al Callao en un bus espectacular que nos recogió en el Parque Kennedy. Nunca olvido mis raíces. La felicidad no era como piensan los adultos, que la da el dinero. Hasta se matan por eso. Para mí, la felicidad, de niño, era tomar un bus con la familia y llegar a la playa.

Ahora de adulto estoy convencido de que no podría vivir en una ciudad como México o Madrid, por más bellas que sean. Están muy lejos del mar. Preferiría, mil veces, Barcelona o Veracruz. Cuando estuve en San José de Costa Rica sufrí, pese a que conseguí un amigo que tenía un restaurante peruano, que me preparaba un cebiche de lenguado que increíblemente era barato en el mercado. Con ají limo y limón peruano, y un seco con frijoles, una papa rellena o un lomo saltado, pero me deprimía porque no había mar, ni siquiera un río.

Me desesperaba y todos los fines de semana viajaba tres horas para llegar a las paradisíacas playas del Pacífico, y siete horas si quería irme a las del Caribe, al Puerto Limón, donde parecía que estabas en Jamaica. Unas morochas espectaculares, música reggae, bellas turistas anglosajonas ávidas de aventuras. Pero no olvido mis playas como Cantolao y La Punta. La playa era de piedras redonditas y pequeñas. Era una piscina, no había olas, solo tumbos, pero tenías que saber llevar la corriente porque te jalaba.

Su principal característica, que se hace insoportable para aquellos visitantes que nunca han ingresado a sus aguas, es que son heladas. Cuando crecimos nos arriesgábamos y nos metíamos al viejo y oxidado muelle, y nos lanzábamos de una altura de cuatro metros de cabeza al mar. Era toda una experiencia peligrosa. Tenías que calcular que llegue el tumbo y tirarte justo cuando el mar está hondo, son solo segundos, porque si calculabas mal y te tirabas a destiempo, desde cuatro metros a una profundidad de un metro y medio, te dabas de cara con las piedras.

Cantolao era democrático. Blanquitos, trigueños, cholitos y zambitos tirados en las piedras disfrutando de la playa. A veces también íbamos a la popular ‘Arenilla’, de aguas estancadas, donde la gente llegaba de los barrios populares chalacos con ollones de tallarines o el clásico arroz con pollo y papa a la huancaína. Pero no nos bañábamos en la ‘Arenilla’, sino al fondo de la laguna, por el lado de La Punta, donde se había formado una playa limpia y mansita, a la que bautizaron como ‘La isla de Gilligan’.

Costaba llegar a ella, saltando las tremendas rocas, pero valía la pena. Era increíble, escuchabas esa voz de robot del vendedor más famoso del balneario, el que anunciaba por todas las playas chalacas: ‘Papa rellena, papa rellena, papa rellena’. Solo esas palabras las ocho o diez horas en que recorría la playa.

En la parte honda de la ‘Arenilla’ buceábamos y sacábamos lombrices del fangoso fondo. Con nuestro cordel poníamos nuestra carnada y pescábamos unos pececitos espinosos, pero muy ricos. Ahora viajo seguido a Paracas, porque a mi hija le gusta pasearse en cuatrimotos por las pampas y en tubular en las dunas, y a mí me agrada su mar plácido. Cuando miro el mar celeste y un pelícano descansando en el agua ajeno a todo, pienso en lo que decía el gran poeta Pablo Neruda: ‘Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos’. Apago el televisor.

MÁS INFORMACIÓN:

tags relacionadas

Contenido sugerido

Contenido GEC