
Este Búho se encuentra con una hermosa foto que ha circulado en redes sociales, la del trovador Joaquín Sabina leyendo ‘Ribeyro, una vida’, la biografía del cuentista peruano Julio Ramón Ribeyro, escrita por el gran sanmarquino Jorge Coaguila. Como saben mis lectores, desde muy jovencito soy hincha del ‘Flaco’, precisamente desde que leí su primer libro: ‘Los gallinazos sin plumas’ (1955). Desde entonces y hasta ahora he vuelto infinidad de veces a sus cuentos. Y siempre termino hipnotizado y emocionado como si apenas lo descubriera.
Pienso que no existe en esta patria otro cuentista mejor que él. Se codea, allá arriba, con tótems como Julio Cortázar, Antón Chejov, por mencionar algunos. Pese a que no tuvo el reconocimiento nacional e internacional que se merecía, sino apenas en sus últimos años de vida, con el tiempo sus textos han envejecido y madurado honrosamente. Hoy podrían leerse como radiografías de nuestra apabullada sociedad.
Hace algunas semanas un librero amigo me llamó emocionado: “Búho, yo sé que eres fanático del ‘Flaco’, por eso quiero ofrecerte la primera edición de ‘La tentación del fracaso’, primera parte de su diario personal, de 1950 a 1960. Y no sabes: ¡Está autografiado!”. El susodicho tiene el oficio/negocio de adquirir bibliotecas enteras y en ese rollo siempre encuentra reliquias como la que me ofreció. No lo pensé dos veces y compré el ejemplar. Al examinarlo, el libro tenía las hojas amarillas, los cantos gastados y la tapa percudida, signos del implacable paso del tiempo. En la tercera página encontré un párrafo escrito a puño, con lapicero de tinta negra: ‘Para Alexander, con toda la simpatía de Julio Ramón. 1993’. Ahora lo tengo en mi estante como una verdadera ‘joyita’. Es mi biblia.
La publicación de ‘La tentación del fracaso’ en 1992 significó un hecho trascendental, pues hasta entonces ningún otro escritor en lengua española había hecho público un diario personal. En la contratapa del libro, quien fuera su editor escribió: “Si a menudo se ha reprochado cierta reserva natural en el autor, en estas páginas se podrá confrontar al Ribeyro al desnudo, expuesto a los avatares de la existencia como cualquier ser humano”. Y así es.
En las páginas del libro uno descubre a un ‘Flaco’ inédito. Sin maquillajes. Describiendo su día a día a través -muchas veces- de la desdicha, de la falta de trabajo, de sus baches amorosos y sus aflicciones por no poder escribir a sus anchas. Un 5 de julio de 1955 escribió desde Madrid: “El gran secreto de mi fuerza moral reside en haber sabido sobrellevar, hasta el momento, con paciencia mi amargura”.
Su estancia en Europa, al principio, fue devastadora. Padeció miserias en su calidad de migrante latinoamericano en ciudades como Madrid, Fráncfort o la capital francesa, donde radicó y le fue cada vez peor, al punto de que no tenía para comer ni comprar un cigarro, su gran vicio. Tuvo que trabajar en los oficios más ínfimos y pese a todo pasaba días sin llevarse algo a la boca y, lo que era peor, sin fumar, llegando incluso a vagar por las calles recogiendo las colillas de las aceras para poder dar una pitadita.
Julio Ramón fumó desde adolescente. Fue un vicio que lo llevó a la tumba, pues le generó un cáncer pulmonar. En su célebre texto ‘Solo para fumadores’ describe esa actividad como algo esencial en su día a día: “El fumar se había ido ya enhebrando con casi todas las ocupaciones de mi vida. Fumaba no solo cuando preparaba un examen, sino cuando veía una película, cuando jugaba ajedrez, cuando abordaba a una guapa, cuando me paseaba por el malecón, cuando tenía un problema, cuando lo resolvía. Mis días estaban así recorridos por un tren de cigarrillos”.
Un 30 de agosto de 1959, un día antes de su cumpleaños, el cuentista se sentía derrotado. A puertas de cumplir 30 años se cuestionaba que no había realizado nada importante. Así lo plasmó en su diario: “Cuando era más joven me decía: ‘Antes de cumplir los 30 años debo hacer algo importante’. Mañana los cumplo y no he realizado nada que valga la pena. Otros han hecho dinero o se han casado. Yo no he hecho sino gastar el dinero y perder o renunciar a las mujeres”.
Entonces, aún no presagiaba la magnitud de su talento, la importancia de su arte o la trascendencia de sus creaciones. Todavía no era consciente de que casi 30 años después de su muerte sus textos se seguirían leyendo con entusiasmo por generaciones. Y que un cantante de la magnitud de Joaquín Sabina se declarara su gran admirador. Apago el televisor.
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