Este Búho . Los años 80, pese a que ya se iniciaba la demencial ola terrorista de Sendero Luminoso en el Perú, fueron maravillosos. No había plagas interminables como este maldito coronavirus, éramos jóvenes, indocumentados, con unos pocos soles en el bolsillo, pero teníamos playas, buena música y chicas bonitas. Eso era la felicidad. Pienso que uno debe empezar desde el principio.

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Di mis primeros pasos en la Unidad Vecinal Mirones. Desde allí, en mi azotea del cuarto piso, veía nítidamente a la hora del ‘sunset’, al oeste, el mar y la gran isla San Lorenzo. Mirones se ubica en el Cercado de Lima, a unas cuadras de la Universidad de San Marcos, la frontera entre Lima y Callao. Dos grandes vías conectaban nuestra Unidad con el primer puerto. Las avenidas Venezuela y Colonial.

Todos los veranos caminábamos hasta la Colonial una mancha mixta a tomar los recordados y desaparecidos ‘loritos’ de color verde, amarillo y blanco, que nos llevaban hasta La Punta, o el marrón con amarillo de Santoyo-La Punta. Nuestro destino era la apacible Cantolao. Nos bajábamos en el jirón Arrieta.

En San Marcos conocí a compañeros que nunca se habían bañado en esa playa. Había un piurano que era de Zorritos. Cuando se metió de frente a nadar se quedó paralizado y lo tuvieron que sacar dos salvavidas. Acostumbrado a las playas de aguas calientes, su cuerpo no resistió el agua helada del mar de La Punta. Cuando recuperó el habla, solo dijo: ‘Esta playa parece el polo sur’.

Es que la ‘beach’, de piedras redonditas y pequeñas, es recontrahelada, pero quienes la frecuentan se acostumbran rápido. La vista de yates, embarcaciones y barcos, y la placidez de sus aguas te hacían imaginar que estabas en el Mediterráneo. Mi pata Miki Yufra le decía ‘Miss Cantolao’ a su enamorada, porque era más fría la condenada. Pasamos nuestra niñez en sus aguas mansas.

Cuando crecimos, nos arriesgábamos y nos metíamos al viejo y oxidado muelle -hoy desaparecido- y nos lanzábamos de una altura de cuatro metros de cabeza al mar. Era toda una experiencia peligrosa. Tenías que calcular que llegue el tumbo y tirarte justo cuando el mar estaba hondo, solo unos segundos, porque si calculabas mal y te tirabas a destiempo, te dabas de cara contra las piedras, como le pasó a nuestro amigo Jaime ‘Boquita’ Carrasco, que perdió varios dientes. Pero lo que hasta ahora se mantiene en esa playa y en el balneario es su aire democrático. Para todos sale el sol.

La Punta no le da la espalda a las familias que llegan desde los asentamientos humanos del Callao con sus ollas de tallarines, cebiche y arroz con pollo, y se dirigían a la popular ‘Arenilla’, una playa de aguas empozadas. Ya por esos años Los Shapis lanzaron ‘El aguajal’ y causaron sensación. ‘Si se marchó sin un adiós/ Que se vaya, que se vaya/ Si se marchó, sin un adiós/ Que se vaya, que se vaya/ Amores hay, cariños hay/ Todititos traicioneros/ Amores hay/ cariños hay/ Todititos embusteros/ El aguajal de este lugar/ Solo sabe de mis sufrimientos’.

Los Shapis: Julio Simeón y Jaime Moreyra.  (Foto: GEC)
Los Shapis: Julio Simeón y Jaime Moreyra. (Foto: GEC)

En tiempos antiguos, en la zona donde el mar bravío se une con la arenilla, se formó una playa de aguas limpias y de arenita, llamada ‘La Isla de Gilligan’, en honor a la entrañable serie de televisión de los años sesenta. Todos los que bajábamos al Callao en esos tiempos recordamos a un vendedor estrella, el de ‘papa rellena’, que anunciaba por todas las playas chalacas: ‘Papa rellena, papa rellena, papa rellena, papa rellena’.

Recomiendo Cantolao no solo para pasar un día de playa. Llegar al centro histórico del Callao es otra experiencia casi religiosa. En esos años no habían políticos corruptos ni sicarios. Apago el televisor.

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