Este año el genial escritor norteamericano Ernest Hemingway (Illinois 1899-Idaho 1961) estaría celebrando los 122 años de su nacimiento. Curiosamente su fama, las imágenes de sus obras que lo colocarían como uno de los puntales de la llamada ‘Generación perdida’ de la literatura norteamericana junto a John Dos Passos, Scott Fiztgerald, Willian Faulkner o Ezra Pound, se siguen acrecentando en estos tiempos y jóvenes lectores se acercan a su obra. Gracias al cine, por ejemplo.
Este columnista acaba de ver en Netflix la violenta película del norteamericano Antoine Fuqua, ‘El justiciero’, con su actor fetiche Denzel Washington, y reparo en la importancia que le da el director al libro ‘El viejo y el mar’ del gran Hemingway, uno de mis textos de cabecera cuando estudiaba en San Marcos.
Es un canto a la lucha por alcanzar lo imposible, pero también contra la adversidad, y es una elegía a la actitud guerrera contra lo implacable por conquistar lo que parece inconquistable. Denzel Washington, el solitario jefe de un almacén tipo ‘Maestro’, llega todas las madrugadas a una cafetería donde pide de cortesía agua hervida y azúcar, y saca su manzanilla y su libro ‘El viejo y el mar’.
Una jovencita y guapa meretriz rusa lo interrogará todas las noches para saber si el viejo hombre de mar llegará con el gigantesco pez a puerto. Pero ambos estarán inmersos en otra lucha a muerte, contra la terrible mafia rusa, la prostitución y venta de drogas.
El mismo Ernest parecía verse en un espejo cuando describe a Santiago, su personaje, el pescador que salió de la bahía cubana para cazar un ‘monstruo’. El novelista fue un personaje de su tiempo. Brilló por todo lo alto y terminó destruido psíquica y físicamente por una sociedad que lo endiosó. Cuando describió a ese viejo pescador parecía que escribía de él mismo: ‘todo en él era viejo, salvo sus ojos, y estos tenían el mismo color del mar y eran alegres e invictos’.
El legendario autor trascendió su obra, pues él mismo, con su 1.83 m de estatura y cien kilos de peso, era de por sí un personaje de novela universal. Había tantos Hemingway como dedos de las manos: el escritor, el periodista, el boxeador, el cazador, el torero aficionado, el político, el borracho, el espía, el desquiciado, el mujeriego. Tal vez esto último hizo del escritor de ‘Por quién doblan las campanas’ toda una leyenda. Ufanándose de ello, afirmaba: ‘Me he acostado absolutamente con todas las mujeres que he querido y con las que no he querido, también’. Por algo se casó cinco veces.
En 1956 llegó directo de Estados Unidos a alborotar Talara, Piura. Era más que un escritor, más que una estrella de cine, más que un deportista famoso. ¡Era Ernest Hemingway! Llegó con la que sería su última esposa, la bella y sufrida Mary Welsh, que de buena periodista neoyorquina pasó a ser su última víctima, aquella que soportó los ataques de paranoia que dominaron los últimos días de ‘Ernie’, como lo llamaba ella.
Un par de años antes había sufrido dos accidentes aéreos en África, en uno incluso llegaron cables a Nueva York dándolo por muerto. Arribó al norte del Perú solo por un motivo: cuatro años antes, en esas tibias aguas norteñas, se había pescado el primer merlín negro del mundo, de mil libras (unos 450 kilos). El novelista quería pescar otro merlín para utilizarlo en la película que estaban rodando en base a su novela ‘El viejo y el mar’ (1956).
Demostró paciencia, pues tras varios días en el océano no solo pescaron un merlín, sino cuatro, el más grande de más de 300 kilos. Dicen que esa noche las provisiones de pisco del mítico ‘Fishing Club’ de Cabo Blanco se agotaron por la ‘garganta profunda’ del escritor, famoso por su resistencia alcohólica.
La historia de ‘El viejo y el mar’, con la que el novelista ganó el premio Pulitzer en 1953, se basó en un hecho real que ‘Ernie’ publicó tres años antes en la revista ‘Esquire’ con el título de ‘Sobre el agua azul’, que retrataba la lucha de un solitario pescador cubano que atrapó un merlín de más de 400 kilos, y ya en ese relato había detalles embrionarios de lo que sería su laureada obra.
Resulta paradójico que un hombre como él, que hizo de la victoria y el triunfo un discurso de vida y que incluso escribió: ‘El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado’, se haya suicidado.
Mis jóvenes lectores me preguntan: ¿Búho, es cierto que Ernest detestaba a los escritores norteamericanos que podían hacerle sombra? Sí, definitivamente, ya bajo los terribles efectos de la paranoia, en el ocaso de su vida, se aisló y detestaba a los genios de las ‘nuevas hornadas, como Truman Capote, Norman Mailer o Tom Wolf.
‘Mejor no hubieran nacido’, le comentaba con rabia a su editor en una misiva, aunque los susodichos lo trataban con pleitesía y admiración -hasta Bukowski-, pero el de Illinois recibía los halagos con hipócrita sonrisa. La madrugada del 2 de julio de 1961 colocó dos balas en su vieja escopeta Boss, calibre 12, puso el cañón en su boca y apretó el gatillo. Así se extinguía la vida de un genio de la literatura. Apago el televisor.