Vemos en películas y series, e incluso en algunos libros, cómo era la alimentación de los romanos. Nos los imaginamos empachándose con comidas grasientas, picantes y bebiendo mucho vino. Pero históricamente esa no era la realidad de todos.
La gente común en Roma se alimentaba sobre todo de pan, aceite, queso, aceitunas, y si podían, un poco de carne de vez en cuando. También de fruta (uvas, higos, manzanas), frutos secos (almendras y piñones) y verduras (espárragos, lechuga, zanahoria, cebolla y ajo).
Una comida muy común eran los ‘puls’ (una especie de pan). Los hacían con harina de trigo o farro (otro cereal) mezcladas con agua y aceite o grasa de cerdo.
Los grandes banquetes eran otra cosa en Roma. Se comía mucho, con tal exceso que hoy resultaría repugnante, ya la moderación en la bebida no existía.
Tan exquisitos en las artes culinarias eran los romanos que instauraron el hábito de comer acostados como símbolo de distinción social. Se tumbaban hacia el aldo izquierdo sobre un sillón especialmente diseñado llamado ‘lectus triclinaris’, y cogían los alimentos con las manos.
En la mesa, se utilizaba ropa cómoda (la ‘vestis cenatoria’), y la cena se consumía en una habitación especial conocida como ‘triclínium’.
Esta costumbre condicionó la decoración de los comedores de la época imperial y también la organización de los banquetes.