La editorial Animal de invierno publica El imperio y sus despojos, del escritor Juan Mauricio Muñoz
La editorial Animal de invierno publica El imperio y sus despojos, del escritor Juan Mauricio Muñoz

En El imperio y sus despojos el sentido de pertenencia es un camino sin final aparente. Rubén Pinto, un inmigrante peruano que intenta regresar a los Estados Unidos luego de ser deportado, es quien recorre ese camino.

Su pasado en La Raza, una brutal pandilla de hispanos afincados en Carolina del Norte, lo persigue. La violencia y la nostalgia son ingredientes con los que lidia en su irracional empeño de volver. Consciente del riesgo y de los monstruos que enfrentará, cruza otra vez una delgada línea que lo acerca a la muerte.

El imperio y sus despojos
El imperio y sus despojos

¿A dónde volver? Ese inmenso país con el que se ha estrellado tantas veces lo detesta, pero también lo necesita. Rubén no escoge más la ruta.

La novela se presentará el jueves 03 de agosto a las 7:00 p.m. en el Centro Cultural Tierra Baldía, ubicado en Avenida El Ejército 847, Miraflores. El autor estará acompañado por los escritores Julia Wong, Leonardo Ledesma y Renzo Gómez Vega.

Sobre el autor

Juan Mauricio Muñoz (Lima, 1984).

Pelotero frustrado, boxeador master y personaje no ejemplar para nadie. Ha publicado los poemarios El lado oscuro (2009) y Autogolpe (2012), y el libro de cuentos Al norte no está el paraíso (2018). Fue coordinador web de Trome y actualmente es editor de Infobae Perú.

En 2004 fue deportado de Estados Unidos y, a partir de esa mala experiencia, comenzó a escribir sobre los inmigrantes en ese país.

Datos:

Páginas: 104

Formato: 14.5 x 21.5 cm

EL AUTOR COMPARTE CON TROME UN ADELANTO EN EXCLUSIVA:

«¿Pasaporte?», me pregunta la oficial de Inmigraciones, una cubana maciza que apenas levanta la mirada y revisa los documentos con la punta de los dedos como si todo le apestara. Estoy en el aeropuerto de Miami. He hecho una fila de dos horas para llegar hasta la mujer que se presenta como la agente Sandoval en la solapa de su camisa. Mis brazos y piernas están entumecidos.

Es una pérdida de tiempo quejarse por la lentitud de Sandoval, porque aparecen un par de policías caucásicos corpulentos de un metro noventa con sus pastores alemanes, armados como si se estuvieran preparando para una nueva guerra mundial, y te amenazan con deportarte a tu país de origen: «Este es Estados Unidos, acá se siguen las reglas, no como esos países tercermundistas de donde vienes, you got it?».

Estoy aburrido y estresado, no más que los otros pasajeros que llevan su propia cruz. Tengo la vejiga a punto de explotar, pero no voy al baño por temor a perder mi lugar y eso es otro alboroto. En este ambiente tenso, el aire acondicionado apenas nos llega porque somos demasiados. En los dispensadores se han acabado las golosinas y las botellas de agua y gaseosa. Hay pasajeros, apostados en las columnas, que han perdido a sus familiares de vista cuando desembarcaron del avión y aún los están buscando. Gritos y llantos de niños desesperados. Los sonidos de los aviones que despegan y aterrizan no nos dejan concentrar. Personas que piden lapiceros prestados para rellenar los formularios de Inmigración porque en la vitrina de la recepción no hay ninguno; se los han robado como hacen en todos los aeropuertos del mundo. Un par de ancianos en sillas de ruedas se quejan, desesperados, que quieren pasar, pero nadie les hace caso. Todo es un caos. Nadie controla nada. A los oficiales poco les importa, están atentos ante cualquier sospechoso que puede desencadenar un atentado.

He viajado desde Lima. En el exterior, a través de unas ventanas gigantes y bien pulidas, apenas distingo las carreteras perfectamente armonizadas con la arquitectura de Miami.

El sol cae directamente en nuestras caras. Seco el sudor de mi frente. Mis jeans invernales no ayudan en un junio con más de treinta grados en el verano de la ciudad del sol. Transpiro y no tengo una camiseta de recambio.

No hay tiempo de pensar en tonterías, solo en que la fila avance. «Al menos que nos quedemos acá hasta mañana como quiere hacer la gorda de mierda», grita un señor indistinguible con una voz ronca que se oculta entre la multitud, dirigiéndose a la agente Sandoval. Risas. Murmullos. Los policías al acecho. Estos hijos de puta no te arrestan, te cazan, pienso.

Los pasajeros más calmados leen libros o conversan con otros sobre lo que harán en Estados Unidos; otros juegan con sus pequeños hijos, intranquilos y gritones, fastidiados por la espera; y finalmente, los inquietos, callados pero nerviosos, sobre todo, los musulmanes que no saben si ingresarán o la Migra se los llevará para interrogarlos creyendo así evitar un futuro atentado.

Han pasado unos años desde el ataque a las Torres Gemelas. George W. Bush fue reelegido presidente, pese a su primer gobierno y a la guerra declarada a Irak. Aun así, los gringos tienen mucho miedo de volver a ser atacados. Se nota en la Migra, siempre alerta, con las manos en la cintura, preparados para disparar, el arma de electrochoque o las cinco esposas en sus cinturas y los pastores alemanes, esos perros hijos de puta, que te muestran los dientes a cada rato.

Sandoval alza la voz para volver a pedir mi pasaporte. Todos comienzan a murmurar. Las actitudes matonescas e irascibles de Sandoval no son solo contra mí, son contra todos los que esperan en la fila. Es como si odiara el trabajo. Como si nos odiara a todos.

«¡Silencio, por favor!», exige la cubana. Lleva anteojos con bordes rojos; y en sus orejas cuelgan unos pequeños aretes de oro. Indiferente, se demora revisando los documentos con la paciencia que saca de quicio a cualquiera, se toma su tiempo para escanear los pasaportes, verifica una decena de veces si es el rostro correcto mientras lo analiza pausadamente. Insiste: «¿De dónde eres?, ¿para qué vienes?, ¿tienes intención de quedarte en el país ilegalmente?».

Algunos pasajeros responden sueltos de huesos, sin temor, detallando su itinerario. Sandoval examina los gestos y palabras; otros responden agitados con monosílabos. En cierta manera, también es cuestión de suerte. Si le caes mal, pierdes.

A una familia argentina que había conseguido una oferta turística para conocer Disney le negaron el ingreso. Sandoval concluyó que no tenían los recursos económicos suficientes para pasear en Estados Unidos y que su única intención era quedarse a vivir y trabajar ilegalmente. La pareja reclamó, los niños lloraban, nadie decía nada, nadie se metió, ¿qué podíamos hacer? Era una pequeña dictadura. Los gorilones se los llevaron a tomar su vuelo de regreso intentando calmar a sus pequeños hijos, y cuidadito que te pongas faltoso, te llevan a sus oficinas y te muelen a golpes, a ver, pues, hijo de puta, ¿a quién vas a reclamar? Vete a tu país, mierda. La visa no lo es todo.

La teoría de la Migra es que Estados Unidos es el país de las oportunidades, por lo tanto, todos, sin excepción, se quedarán a vivir y trabajar ilegalmente. No existe el turista bueno: todos han traído la iniquidad a este país de “hombres libres y valientes”, por esa razón sucedió la tragedia del 11 de septiembre, por dejar pasar a estas ratas. Musulmán, hispano, europeo, africano u oceánico: todos somos culpables.

Ya he estado allí, pienso, cuando una mochilera serbia es trasladada bruscamente a ese monstruo de las oficinas de la Migra. Aunque pide explicaciones, los policías, a empujones y lisuras, la arrastran hasta ese lugar inhóspito para cualquier animal, para cualquier ser humano.

Durante mi espera, hasta llegar a la revisión obligatoria, para ingresar a suelo norteamericano, compruebo que la Migra sigue siendo ese ogro al que la mayoría teme. Hay un clima de miedo. Mucho nervio contenido. Sudor. Tragar saliva y esperar que no te maltraten como es usual.

Un hombre viejo con una prominente barriga, barba rala y poco cabello reclama a Sandoval su demora y demanda ver a su superior porque es un empresario importante en Ecuador.

«Por favor, no puedo ser tratado de esa manera. ¡Abusiva!», grita. Aun cuando aplaudimos ligeramente, no lo acompañamos en su reclamo, solo murmuramos su valentía. Sandoval —como siempre— llama a los gorilones, quienes se acercan al ecuatoriano que, harto de tanta espera, no se calla nada:

—Seamos claros, este trabajo que hacen la señora y ustedes lo hace cualquier hijo de vecino —dice con los dos brazos extendidos.

Puta madre, ya la cagó, pienso, y de paso nos cagó a nosotros, ahora no entramos ni a balas.

Los oficiales de Inmigración cargan al viejo de los hombros para llevarlo a un lado. El ecuatoriano ni siquiera contesta porque los gorilones le dicen algunas palabras inentendibles al oído para que nosotros, que los hemos venido siguiendo sin despegarnos, no escuchemos nada. Luego, lo devuelven a la fila de manera brusca y continúan caminando con sus pastores alemanes.

El hombre regresa cabizbajo. Intenta mostrar una serenidad que se resume en su consternación.

—Psst, psst, ¿qué te dijeron? —le pregunta una señora.

—Este… nada. Que ya vamos a llegar pronto, que no hay razón para apresurarnos —zanja el tema.

Pese a los reclamos entre balbuceos, porque nadie quiere ser amenazado como el ecuatoriano, opinan que Sandoval, irónicamente, es racista:

—Solo por parecerse a Bin Laden no los van a dejar pasar a los musulmanes —ironiza un peruano que viajó conmigo.

—Si esa negrita fuera africana tampoco pasaría, pero se salvó gracias a sus ancestros que también eran racistas, seguro —dice un pasajero riendo.

—Negra de mierda —interrumpe otro.

Ningún musulmán tiene el paso libre. Ni siquiera protestan cuando se los llevan para interrogarlos. Allí serán cuestionados y acosados hasta el límite y a casi todos los deportan. Todo tiene su lógica revanchista, ojo por ojo, diente por diente: el Departamento de Inmigraciones fue criticado después del ataque a las Torres Gemelas por dejar pasar a los terroristas de Al Qaeda para perpetrar el atentado. Eso no debía suceder nunca más. Y debían culpar a alguien. Por supuesto, los musulmanes —y nosotros, los hispanos, en menor medida— pagamos los platos rotos.

Le doy mi pasaporte a Sandoval, lo escanea y lo mira detenidamente. Sus enormes brazos sentados sobre el escritorio contrarrestan el peso del lado de la computadora, y su cuerpo se balancea levemente sobre la silla. Muevo las manos y tenso mis hombros, algo que hago cuando estoy muy nervioso, aunque no sea notorio. Y me orino: esa sensación me obliga a crear una danza con los pies para evitar mojarme los jeans. Paso la saliva un par de veces. Me seco el sudor de la frente, gotas delgadas que pesan.

—Ajá —gruñe Sandoval—. Rubén Pinto, ¿ya estuviste en Estados Unidos?

A la distancia observo a Carlos, el conocido de mis padres que me consiguió una ganga en American Airlines. Me avisa que me esperará cerca de la cafetería. Él pasó sin problemas: su posición como aeromozo y residente le da credibilidad. Le mentí cuando le aseguré que nunca antes estuve aquí.

—¡Hey, chico! ¡Te estoy hablando!

Levanto la mano a Carlos para avisar que todo está bien. Sandoval voltea a ver quién es.

—Sí, estuve una vez en Estados Unidos —respondo.

—¿Viene contigo? —señala a Carlos. Asiento.

—¿Quién es?

—Un amigo.

—¿Buen amigo?

—Es amigo de la familia.

—¿Por qué pasó tan rápido?

—Es residente.

—Ah, la bendición de la residencia —ironiza—. ¿Por cuánto tiempo?

—¿Por cuánto tiempo qué?

—¿Por cuánto tiempo te quedaste la primera vez que estuviste aquí?

Parece una broma de mal gusto; jugamos trabalenguas. Los pasajeros están asustados porque cada vez levantamos más la voz. Yo no me dejo, así los gorilones me golpeen y suelten a sus pastores alemanes. Te conozco, ya estuve aquí.

—Seis meses. Desde febrero de 2001 —contesto de mala manera.

En efecto, antes de salir de Lima, estudié todos los obstáculos que se interpondrían en mi camino. En ninguno salía victorioso. Mi pasaporte y mi visa son falsos. En el documento verdadero aparece sellado en mayúsculas: DEPORTADO. Pasé Migraciones en Perú fácilmente porque es el país donde todo se puede y todo se compra.

El problema no estaba en mi país, sino en el país del norte.

En Estados Unidos no tendría chance de defender que mi pasaporte es verdadero, aunque sabía que, si no era por eso, me atraparían con alguna pregunta. Y para hacerlo más difícil aún, todos los aeropuertos tienen cámaras de seguridad que me identificarían.

También existía la posibilidad de cruzar la frontera entre México y Estados Unidos, pero fue descartada inmediatamente por los veinte mil dólares que debía pagar.

Si lograba ingresar a Estados Unidos, pese a estos problemas, pediría perdón por mis muertos aun si sus familias todavía me respondieran con rencor. Perdonaría a mis enemigos que intentaron asesinarme y me vendieron a la Migra. Abrazaría a los que me ayudaron sin importarles que los ignoré por una pandilla.

Pero Sandoval no ve eso.

—¿No entró por este aeropuerto? —pregunta otra vez jodiendo mi paciencia.

—No, entré por el aeropuerto de Los Ángeles —miento.

—¿Estás seguro de que entraste por el aeropuerto de Los Ángeles?

Mueve la cabeza. Levanta las cejas. Levanta los ojos, se descubren sus córneas. Parece un monstruo.

—Sí, te estoy diciendo la verdad.

—¡Me estás mintiendo!

Sandoval intenta agarrarme. Levanto los brazos.

—¿Yo? No, no te estoy mintiendo. Ya te dije por dónde entré

—respondo.

Sandoval no se la cree e intenta volver a agarrarme, pero me zafo rápidamente.

—Gorda de mierda —susurro.

—¡Eiga, chico, ¿qué me has dicho?!

—Nada —contesto y muevo mi cabeza de un lado al otro.

—¡Cálmate, eh!

—Estoy tranquilo... gusana —susurro otra vez.

—¡¿Qué me has dicho?!

—Gusana, lo que siempre has sido —digo, tranquilamente.

Volteo y aparecen los gorilones, me tiran al piso y me doblan los brazos. Uno pone su rodilla sobre mi espalda y su mano en mi cabeza para que no me mueva; el otro detiene al pastor alemán que me quiere destripar.

—¡¿Te calmas o te rompo el brazo?! Me quedo quieto.

—¿Qué pasó? —le preguntan a la cubana.

—El pasaporte es falso, igual que la visa.

Es común que deporten a cientos de personas diariamente en los aeropuertos de ese país. Pero no es usual que alguien se ponga faltoso, sabiendo que te pueden desaparecer, porque no vales nada para el Departamento de Inmigración de Estados Unidos.

—¿Cuánto pide el FBI por mí? —me burlo.

El gorilón me dobla más el brazo. Llama por la radio para pedir apoyo policial.

—Concha tu madre.

Los pasajeros me miran con odio, temor y simpatía. Los niños preguntan a sus padres por qué estoy tirado en el suelo. Los policías intentan controlar a la gente que se aglomera. Es un espectáculo sucio. ¡Hijos de puta!, grito. Alguien me toma una foto, pero un policía le arranca la cámara del cuello. ¡Hijos de puta!

Después de unos minutos, mal trajeados y masticando tabaco, llegan dos detectives con un grupo de policías. Ni siquiera me miran. Apáticos, le dicen a Sandoval que tomarán el caso: «Es una solicitud de arriba».

—Llévenlo al cuarto de limpieza.

La cubana pregunta por qué no me meten a la carceleta como a los demás.

—Órdenes del jefe. Ya le dije que no se meta.

Me levantan a empujones, me colocan los grilletes. Mojo mis jeans porque mi vejiga ha explotado y carcajeo. Para enfadar más a Sandoval, le guiño un ojo. Desaparezco entre los pasillos, enmarrocado y escoltado por la policía como lo que alguna vez fui en ese país: un delincuente.

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